En estas dos cartas, recuerda Pierre dos cosas fundamentales: que Jesús es todo amor, que es Dios y Hombre a la vez. Parecen demasiado sabidas, pero lee, verás.

En lo del amor de Jesús, contrapone Pierre el amor de la Iglesia y el de Jesús. ¡Curioso! El amor de la Iglesia, con el pretexto de la justicia, es un amor tasado y medido. Al amor de Jesús hoy lo consideraríamos un poco como “amor de idiota”: ama hasta el fin a pesar del odio de los judíos, de la traición de Judas, de la negación de Pedro, del ensañamiento de los verdugos… Mirémonos. De verdad, ¿no nos parece que se pasa?

Hoy nos resulta difícil lo de ser cristiano. Para algunos, Jesús es ante todo un Hombre. Fantástico, pero hombre. Eso sí, tan destacado, que no cabe en el protocolo humano y por eso lo consideramos Dios. Ser cristiano consiste, por tanto, en promover los valores humanos: llevar pan a los que no lo tienen, etc. Para otros, Jesús es Dios: ser cristiano es llevar la Vida espiritual de Jesús…

Ojo a lo que dice Pierre. Jesús es Dios y hombre a la vez. El Verbo de Dios fue una manifestación de amor incomparable. Está bien llevar el pan a los que no lo tienen y está bien llevar la Vida espiritual que Jesús trajo. Pero, para ser cristiano, hay que unir las dos cosas a la vez. No se es cristiano por el mero hecho de dar pan, ni tampoco por preocuparse sólo de la vida espiritual. ¡Las dos cosas! ¡¡Dios y Hombre!!

¡Buen día!

«El cartero de Pierre»

12 de febrero de 1929.

Jamás daréis a Dios suficientes pruebas de amor para calmar Su sed de dar, de recibir, y de ver fructificar por todo el mundo la semilla adorable del Amor. ¡Ah! Mamá, mi querida mamá siempre tan tiernamente amada, la Iglesia escatima el Amor, en la persona de los fieles y en su legislación, tan mezquina ante la generosidad que Jesús el Cristo había encomendado a sus hijos practicar y enseñar (Mt. 28, 20). Con el pretexto de justicia, el Amor es pesado, medido… qué digo yo ¡rechazado!  Ahora bien, Dios —el Padre, Hijo y Espíritu Santo— jamás calculó la cantidad de Amor que debía otorgar a los hombres culpables. En Jesucristo, nuestro Salvador y Redentor, Dios concedió a la raza perezosa todo su amor… sin límites, infinito, eterno, puesto que el Amor divino es la naturaleza de Dios, por consiguiente su estado de eternidad y de infinidad. Os es difícil, sin duda, declinar esta conjugación misteriosa: «Dios es Amor»; pero sin embargo esta es la Verdad, enseñada por la Persona crística, por el Espíritu Santo, y que la Iglesia os invita a recoger como herencia sagrada, por la que compartís con el Hijo (Se os llamó: «co-herederos de la gracia con Cristo») (Rom. 8, 17), la riqueza, intraducible a palabras humanas. ¿No presentáis esta unión absoluta, por Jesús, de vuestros espíritus con Dios? Como todos los que buscan la vida espiritual, puedo responder: «¡Sí, Dios sea bendito por ello!» Pero esos hermanos, que comparten la herencia del Mesías y caminan como el caminó, no han alcanzado sin embargo el grado inefable de la caridad de un Jesús… no digo de Cristo-Dios, sino de Jesús-Hombre; «Como amó a los suyos, los amó hasta el fin» (Jn. 13, 1), recordaba el apóstol más amado de todos. ¿Habéis meditado, queridos míos, esta afirmación? Hasta el fin, a pesar de que los judíos —escribas, fariseos, sacerdotes y sacrificadores— lo perseguían con su odio; hasta el fin… es decir, a pesar de la traición de Judas, a pesar de la negación de Pedro, del abandono de los propios apóstoles, del ensañamiento de sus verdugos; ¡hasta el fin, oh Cristo querido! ¡y sin embargo, cerca de tu cruz veías las lágrimas de tu Madre, el dolor de Magdalena y de Juan!… hasta el fin, amaste a aquellos mismos que hacía llorar por ti a estos inocentes que te amaban. Mamá, mi pobre mamá, hasta qué punto conmueve el alma de un hombre el sufrimiento y la amargura de esta injusticia… Ahora bien, Jesús, en esta hora, ¿no era el «Hijo del Hombre», sometido a todas las pruebas de la carne y de la conciencia humana? Pero hasta el fin, su amor se extendió sobre aquellos que lo martirizaban: «¡Padre, perdónalos! no saben lo que hacen» (Lc. 23, 34). Encontrar ante Dios una excusa para los enemigos a quienes mandó amar, ¿qué cristiano sería capaz de hacerlo, incluso entre los confesores más sinceros del Nombre redentor? Desde que nosotros somos admitidos al juicio —no de las almas, ciertamente, sino de las demostraciones que denuncian el estado de esas almas— nos estremecemos de compasión, y al mismo tiempo del remordimiento por nuestros pecados pasados. ¡Qué pena! la Iglesia… la Iglesia es rencorosa e intransigente, la Iglesia ya no sabe rezar: «¡Padre, perdónalos! ¡no saben lo que hacen!».

¡Nosotros os rodeamos con nuestras súplicas más ardientes, cristianos, hermanos, para que os detengáis en el camino resbaladizo donde se mide el Amor!… este no fue el método divino. Cuando Dios, dejando su forma natural, tomó la de un servidor, ¿no dio el Amor «sustantificado», si así puedo llamarlo, sin ejemplo antes ni después de la venida del Verbo hecho Carne? ¡Qué lejos está la Iglesia de este sacrificio! El misterio del Amor divino, ese misterio revelado por Jesús el Hijo, después de haber permanecido oculto durante todos siglos (Ef. 3, 9), y de acuerdo con lo que El decía a los apóstoles («el misterio del Reino de Dios os ha sido revelado») (Mc. 4, 11), nada condena ya a la Iglesia «a no ver, a no oír, a no comprender, por miedo a que los pecadores no se conviertan» (Mc. 4, 11), puesto que el Maestro añadió: «El que tenga oídos para oír, ¡que oiga!… ¡Tened cuidado con lo que oís!» (Mc. 4, 23-24).

Ahora bien, este «misterio de Dios», ¿no era su inmenso Amor, que perdona, y que regenera y que salva? El Amor que se entregó a sí mismo al odio del Adversario, para vencerlo y desarmarlo… «Tened ánimo, yo he vencido al mundo» (Jn. 16, 33). ¿No era eso, vosotros que pretendéis conservar y perpetuar el sacerdocio del «Gran Sacerdote para la Eternidad» (Hb. 10, 21)? ¡Sí! nosotros lo proclamamos para vuestra confusión, porque vosotros no practicáis esa Justicia sometida al Amor. La Cruz, misericordia sin precedente y sin continuación, la Cruz, desafío del Amor a la Justicia, ¿no bastó la Cruz para demostrar la «sabiduría» según Dios (I Cor. 1, 24-30), Su teología (o más bien Su teodicea)?; la Cruz en la que, por amor, sufría el Justo («¿Quién me demostrará que he pecado?») (Jn. 8, 46) el martirio de los esclavos, para rehabilitar al hombre, salvar su alma y redimir su cuerpo —la salvación asegurada, la salvación completa en el triunfo del Amor.

En sus altares, la Iglesia levanta la Cruz, y los cristianos tienden las manos hacia la señal del Perdón y del Amor; en la Cruz, sujeta también la Iglesia a los que «no saben lo que hacen» (Lc. 23, 34), pero sin orar como oró su Maestro: «Padre, perdónalos…» Mamá, ¿me comprenderás?…

«Su bandera sobre mí es Amor» (Cant. 2, 4), dicen las Escrituras. Someter la Justicia al Amor, éste es el Camino-Cristo… ¡Id!

Pierre.

* * *

17 de febrero de 1929.

¡Ah, mamá, tú a quien trato de dirigir, de convencer, de estimular, escucha también lo que aprendemos cuando llegamos aquí al Cielo —al Reino de Dios— cuando contemplamos a Jesús… Jesús… ¡Jesús! Vosotros estáis todavía tan lejos de daros cuenta del Ser luminoso, desprendido de Dios «por un tiempo», pero que, durante esta hipóstasis, siguió siendo perfectamente Uno con el Centro de todas las cosas, creadas e increadas. Vosotros lo dividís proclamándolo «verdadero hombre y verdadero Dios», según la fórmula de la Iglesia; sin embargo, ninguna conciencia religiosa terrestre ha penetrado en el misterio de la Encarnación, tal como aparece ante nosotros cuando hemos dejado el cuerpo mortal, y cuando vemos al Cristo en su espiritualidad. Pueda yo esperar levantar para ti un pliegue de ese velo, detrás del cual —aunque sin razón— la Persona divina del Perfecto-Amor permanece todavía como disimulada por la incomprensión de los hombres. El Hijo de Dios lo había previsto; sus mismos apóstoles presentían su calidad inefable, sin haber penetrado con El sin embargo en la Luz reveladora que habría iluminado sus espíritus todavía en la oscuridad. Jesu-Cristo (ya me serví en una mensaje anterior del trazo que de estos dos nombres hacía uno solo, como símbolo de la unidad total de este hombre único y de Dios) (Jn. 4, 10), «Jesu-Cristo» sintetiza «el don de Dios» y lo explicita; sin esta raya de unión, nada habría cambiado después de la creación de un cuerpo para contener al espíritu-hombre; sólo habría habido un nuevo intento para mostrar a los culpables la belleza de la perfección —lo que habría significado la realización del plan de Dios, tal como El lo había concebido en favor de la humanidad. Pero hubo todavía mucho más, cuando Dios abandonó «su forma» (Fil. 2, 6) para sufrir la carne, evolucionar como un mortal, ir hasta esa misma muerte, resucitando tal como resucitan los hombres, encontrar su totalidad divina por la Justicia. Cristo mismo os lo había dicho: «El Espíritu pondrá de manifiesto el error del mundo en relación con el pecado, con la justicia y con la condena… con la justicia, porque retorno al Padre y ya no me veréis…» (Jn. 16, 8-11).

Este pasaje le parecerá difícil a todo aquel que no pueda comprender la Vida eterna, que en Dios y en Cristo tenía una acción idéntica, como la vida que corre por vuestras arterias y vuestras venas y os unifica con vosotros mismos, haciendo de vuestros miembros un solo cuerpo, que actúa con una vida unificadora, como decía más arriba.

Podríais tener, espiritualmente, una unión absoluta e indefectible con vuestros hermanos, seríais siempre partes separadas de un todo; pero lo mismo que los miembros de un cuerpo unidos por la vida común con este cuerpo sólo son  uno con él, así Jesu-Cristo con Dios. Nosotros (hombres celestes y hombres terrestres) somos socios de Dios; sólo el Hombre-Jesús comparte real e indisolublemente la Vida divina. Esta Vida, cuya gracia promete a sus discípulos, dice que procede de El lo mismo que del Padre (Jn. 5, 21), y El nos hace don de ella como de una riqueza que le pertenece, de la que puede disponer igual que el mismo Dios; pero El nunca dijo que nosotros tuviéramos el mismo privilegio, que le confiere la igualdad absoluta con Dios. «Yo os doy la vida…», qué blasfemia en los labios de cualquiera de los hombres… ¡qué gracia, cuando es Jesu-Cristo el que hace la promesa!

Así pues la Iglesia, en su doctrina más ortodoxa, sigue por debajo de la Verdad cuando dice que Jesús es «verdadero hombre y verdadero Dios». Cuando Jesús es Hombre, es Dios: «El que me ha visto a mí, ha visto al Padre» (Jn. 14, 9), «el Padre y yo somos Uno» (Jn. 10, 30). Cuando Cristo es Dios, permanece hombre —le es dado la autoridad para juzgar porque El es el Hijo del Hombre (Jn. 5, 27). De manera que Jesu-Cristo es el Amor del Creador a su criatura hecha a su imagen, y que este Amor fue suficientemente infinito, para preparar la unión gloriosa que su Voluntad había elegido, entre El, Omnipotencia creadora, y la creación frágil, nacida por su Verbo (Gén. 1 y Juan 1, 3). La desobediencia había causa el pecado y provocado el castigo: Dios concibió un ejemplo de obediencia sin límites, que debía vencer al Adversario —al Maligno, señor de los hombres.

El Verbo de Dios podía ser un instrumento de venganza, que hubiera aniquilado a la raza que él había hecho nacer… ¡pero el Verbo de Dios fue una manifestación de amor incomparable! destinado a predisponer a los pecadores al arrepentimiento, a la expiación, y por eso mismo a rehabilitarlos y salvarlos de la «segunda muerte».

«El Verbo se hizo Carne» (Jn. 1, 14), os enseña Juan, el apóstol del Amor: ¿quién de vosotros diría que su palabra no es la exteriorización de su individualidad?… hasta en la mentira, puesto que, por ella misma, te denuncia como mentiroso; ahora bien, el Verbo pertenece a Dios y sólo en apariencia puede separarse de Dios, pero no en realidad. Así pues, detrás de la Figura adorable de Jesús verdadero hombre, no perdáis nunca de vista a Cristo que es Dios; pues bien, aquí está (no en la doctrina, sino es su práctica) lo que resulta, inconscientemente para vosotros, de vuestra comunión — incluso la más hermosa— con Jesús, Hijo del Hombre: él está, de verdad, indisolublemente mezclado (espiritualmente se entiende) con Cristo, Hijo de Dios.

Dad, mis hermanos cristianos, un «paseo sentimental» junto a vuestro Salvador, por los laberintos más íntimos de vuestra vida religiosa, y concluiréis que no os hago un reproche inmerecido. Vosotros amáis a Jesús, adoráis a Cristo… ¿es esto suficiente? «El Hijo del Hombre vino a buscar y a salvar lo que estaba perdido» (Mt. 18, 11). Si no hubiera sido Hijo de Dios, el intento, logrado para la tierra, habría fracasado para la Eternidad. Dios solo tiene el derecho —y el poder— para decir: «¡Estás salvado!» (Mc. 2, 17).

En una palabra, Jesús verdadero Hombre, y Cristo verdadero Dios, tanto en la tierra como por los siglos de los siglos en el Cielo, es el Hombre-Dios sin duda, pero este Hombre-Dios por amor nunca dejó de ser Dios.

Continuaré, querida mamá, porque la Iglesia languidece, en su incapacidad para comer realmente la Hostia presentada por Sí mismo, y que es El mismo el Principio de la Vida de la que todo procede… (Jn. 1, 3).

Pierre.