flor10048 Os invito a fijaros, muy especialmente, en la carta de Pierre del día 18. Esta carta es un hito en la “correspondencia” de Pierre con su madre. Lo esencial de ella: contrapone nuestra manera de entender el Evangelio con la manera de entenderlo él.

A nosotros nos parece que lo importante del Evangelio es «ponernos de acuerdo con el Querer de Dios». Así se nos dijo siempre: «Hay que cumplir la voluntad de Dios». Razón: «Por sus obras los conoceréis». Pero he aquí la novedad de Pierre: «¡No basta con practicar el Evangelio! Este es sólo el primer paso». —¿Pues qué más se nos puede pedir?

Y aquí Pierre nos introduce en un campo increíble: Lo importante, dice, es vivir a Cristo. E insiste: no basta con imitar a Jesús, hay que vivir a Jesús. Confieso que he flipado ante estas fórmulas. ¡Pero si esto era casi tabú en 1929!

Me decía un día un buen amigo de Galicia: “Lo que más me interesa es la mística”. ¡Tiene razón! ¡La fuerza dinámica y transformadora del Cristianismo no está en ser buenas personas! ¡Está en dejar que el Espíritu de Jesús nos transforme! ¡Ahí está la fuerza! ¡Nuestra manera de entender el Cristianismo nos ha hurtado esta fuerza! ¡Tenemos tanto miedo a la palabra: mística!

¡Buen día!

«El cartero de Pierre»

6 de enero de 1929.

Así pues, mamá querida, para gozar del don de Vida eterna en su plenitud, apodérate de «Jesucristo» como del único tesoro indispensable, de una riqueza que no tiene precio, de la única riqueza que es la única que facilita el suministro del espíritu por el Pan Vivo del que no se puede prescindir para mantenerse de pie ante Dios y ante Su obra… me refiero a esa actividad espiritual que permite al alma vivir la vida celeste, mientras habita en la carne perecedera.

Cualquiera que sea la fuerza de un profeta, escogido y elegido para dirigir a los hombres y llevarlos a Dios, nunca igualará al Hijo engendrado por el Espíritu (Lc. 1, 35) y ofrecido a los pecadores como ejemplo del mayor Amor —el Amor que se entrega a sí mismo (Rom. 5, 8)—, tal fue el don de Dios.

Es bueno y legítimo adorar la Mano que se tiende hacia la criatura corrompida, desgraciada, y que la arranca de la eterna aniquilación, con una fuerza de amor que sólo el Amor creador posee. Todo amor ha nacido de este Amor, que es el árbol prolífico, el que lleva la semilla en su fruto único y fecundo: Jesucristo. Vosotros habéis visto este Fruto divino… El os ha concedido el Amor que era el suyo y, desde entonces, por la gracia que es vuestra, disponéis de él a voluntad. Sin embargo, no confundáis la generosidad del Padre todopoderoso y la ofrenda mezquina que vosotros le hacéis de lo superfluo de vuestro tiempo, de vuestros pensamientos, incluso de vuestro amor. Al entregarse a Sí mismo en Jesucristo, no tiene reserva egoísta, ni en poder, ni en ciencia, ni en filosofía; El, Amor que se da a Sí mismo, entrega todo su Amor en potencia, en ciencia, en sabiduría, y cuando vosotros  «coméis la Carne y bebéis la Sangre» (Mt. 26, 26) del Cordero sacrificado, se produce en vosotros la comunión absoluta, realizando así, no sólo la unidad con Jesús, o con Cristo, sino con Jesucristo-Dios. Si fuera de otra manera, os estaría prohibida esa entrega de vosotros mismos a otro que no sea Dios.. Ahora, en Jesucristo, habéis recibido a Dios y, convertidos en una «misma planta» (Rom. 6, 5) con el Señor Soberano del mundo, se abre ante vosotros el universo espiritual: caminad por él sin miedo, llevando de la mano a los vacilantes, a los heréticos, que tal vez piensen en el Evangelio de Jesucristo, pero se detienen con desconfianza; si poseéis toda la caridad divina, si ella ha convertido y alimentado vuestras almas, demostraréis a esos hermanos el poder de Dios actuando por vosotros y en vosotros, por medio de Jesucristo. «Siendo de condición divina» (Fil. 2, 6), El se acomodó a la debilidad de los hombres, para anular su condena pronunciada y para cerrar el abismo que separaba, por la Justicia sin debilidad, al pecador voluntario de su Dios. Vino el propio Juez, y el Amor «más fuerte que la muerte» (Cant. 8, 6) —castigo merecido y prometido— triunfó sobre el juicio decretado por la Santidad herida (en efecto, la ofensa hecha a la perfección fue una herida y no un resentimiento; sólo el Amor tenía suficiente poder para  curarla).

Poneos humildemente ante este Amor, perfecto en el perdón, que puso la misericordia por encima de la justicia. Dios tenía que demostrar personalmente su voluntad de perdón, y hacer así posible la redención. ¿Me comprendes?…

Tu Pierre.

13 de enero de 1929.

Me pregunto todavía, mamá querida, si descubrirás en tu subconsciente el sentido eminentemente espiritual de mi último mensaje.

Si el mismo Dios no se hubiera circonscrito momentáneamente en Jesucristo, demostrando con esta generosidad inaudita su voluntad de perdón y de acercamiento, la humanidad habría permanecido en una humillación esterilizadora y neutra, que habría sido la causa de un obstáculo insuperable para su regeneración por el Amor. ¿Cómo levantar la mirada hacia una Luz deslumbradora, ardiente y aniquiladora para el pecado —por consiguiente para el pecador— si esta Luz no estuviera velada para hacerse accesible, y no destruir los ojos demasiado débiles que buscaban su resplandor?; para resumir mi pensamiento: si Dios no hubiera aceptado la encarnación no sólo de una de sus criaturas celestes —la más cercana a su propia gloria— sino de Sí mismo, en toda la pasión indecible del Amor divino (no digo divinizado), adoptando por caridad la forma de criatura (Fil. 2, 7) él que era de condición divina (Fil. 2, 6), para ponerse al alcance de la debilidad. La debilidad del hombre no es ciertamente debilidad de principio, puesto que la humanidad salió de la Fuerza creadora, sino que es debilidad adquirida por una degradación voluntaria, debilidad convertida en duradera por herencia. Dios, al hacerse Jesús, participó así en esta degeneración de los hombres, que fueron creados espíritus pero que, por orgullo, se rebajaron hasta la carne dominadora —ya te he explicado esto, querida mamá.

Así pues, si quitáis a la Redención su gloria de renuncia en el Amor… «vuestra fe es vana (I Cor. 15, 14) y permanecéis en vuestro pecado (I Cor. 15, 17)», dijo el apóstol. El entendía con esto que, privado de la Redención venida del Cielo, el hombre perdía el beneficio de la Cruz y se desplomaba la obra de su salvación. Con las manos tendidas hacia un cielo hostil y cerrado, habría visto desaparecer sus esperanzas suscitadas por la mirada de un Justo… excepción maravillosa y única entre los pecadores. Jesús de Nazaret, ¿habría por tanto pasado por el mundo, como un aerolito que atraviesa el espacio de un horizonte a otro, luminoso y espléndido, puesto que desaparecía para siempre en la noche del infinito?

La visión del Hombre de dolores puede suscitar entusiasmos generosos , una admiración compasiva, pero no aportará la certeza del Amor y del perdón que Dios se comprometió a dar a la raza rebelde y amenazada por el merecido castigo, que «los sacrificios y los holocaustos que no cuestan nada» (II Sam. 24, 24) no habrían bastado para apartar de su frente.

¡Ah! hermanos que leéis estas líneas, ante la angustia de quien habría tenido que amaros pero cuya ofensa se eleva entre vuestro amor y él, ¿enviaréis a un delegado encargado de demostrarle vuestra buena voluntad, o bien le tenderéis vuestra mano que perdona y que eleva? Dios no hizo menos de lo que hacen los hombres entre ellos; Jesús os contó la parábola del Buen Pastor que busca su oveja perdida… (Lc. 15, 6), Dios vino a buscarnos y nos ha encontrado en Cristo.

Querida, seguiré cuando puedas escucharme mejor; tu subconsciencia querría intervenir… eso te cansa y me molesta.

He dicho.

Pierre.

18 de enero de 1929.

Mi mamá:

Hay un punto de la mayor importancia para los cristianos, y sobre el que me gustaría centrar tu atención… la tuya en particular: es el modo (que yo podría llamar una sensación superficial) como entendéis el Evangelio. Al margen de la mística vivida, enseñada, ilustrada por algunos contemplativos de primera fila, os parece que la práctica del Evangelio basta para explicar y legitimar el Cristianismo, poniéndoos de acuerdo con el Querer de Dios. Nada de eso: practicar el Evangelio, es en cierto sentido «comer una comida reconfortante que sacia», forma sustancial de la espiritualidad, activa y vivificadora; la práctica del Evangelio es un resultado, pero no su principio, porque el alimento que compone la comida y que produce el efecto regenerador indispensable, no es el Evangelio, es JESUCRISTO…  No es sólo el relato de su existencia terrestre, es la eternidad de esta existencia frente al hombre; no es la fuerza recibida, es la fuerza dada —aunque a primera vista esto parece una paradoja. El verdadero Libro no es el recuerdo inspirado y publicado por los escritores sagrados, es la Vida hecha Carne, siempre la misma —ayer, hoy, eternamente. ¡No basta por tanto con practicar el Evangelio! este es sólo el primer paso del camino espiritual en su período preparatorio; sino vivir a Cristo (por Cristo, para Cristo), es la Puerta del Reino. ¿Me haré entender? No basta con imitar a Jesús en su humildad, en su desprendimiento, en su abnegación, en su amor —hay que vivir a Jesús; ahora bien, esto sólo es posible en la realización de unidad y de comunión, en la unción del Espíritu mismo de Cristo, que sólo se puede realizar en la adoración (silenciosa pero efectiva) del alma hacia su Dios.

Una esterilizadora costumbre a la intraducible experiencia de los apóstoles os induce sin duda a error: el Evangelio es vuestro libro de cabecera, estudiado, meditado, respetado; os sirve de consejero y de guía… pero es más y mejor lo que hay que comprender: hay que vivir a Jesucristo —no según el Evangelio de Mateo, de Marcos, Lucas o Juan, no según las cartas de un Pablo o de un Pedro, sino vivirlo a El… es decir, vivir la vida del Amor, más que por de una manera práctica y respetuosa, por la «respiración del alma» —: «no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí» (Gál. 2, 20).

El Evangelio es para vosotros un código sagrado, y le concedéis un lugar de honor en vuestra conciencia y en vuestra casa. Esto, por supuesto, está bien y se debe hacer; sin embargo, ¡qué imperfecta e insuficiente es esta concepción habitual del Cristianismo! porque el Evangelio es en definitiva una biografía verídica y sincera, pero Dios os ha dado más que una biografía, Dios se ha dado a Sí-mismo… vosotros tenéis el Libro que cuenta a Jesús —un tesoro inestimable,— sin embargo, la fuente de este Tesoro, en la que hay que beber (porque salta hasta le Vida eterna), es Emmanuel, «Dios con vosotros» (Is. 7, 14 y Mt. 1, 23).

¡Este es el secreto de las vidas santificadas por el Amor divino! No hay privilegiados de esta gracia —no digo la gracia, sino esta gracia— hay almas receptivas y siempre hambrientas, que tienen el mismo «soplo de vida» (Gén. 2, 7) que Cristo.

Esta es la vocación de los cristianos, querida mamá. Cuando hayan comprendido que no es sólo una función, sino un estado, la Iglesia despertará, porque estará alimentada, fuerte y consagrada. Amén.

Pierre